En cuanto subimos entré en shock, pero todos estábamos asustados y mantuve
la calma.
El camino se hizo muy largo y mi vista se perdió en el horizonte: yerba
seca, ganado y campesinos…
- “¿Cuán lejos nos llevarán? ¿Dónde cumpliremos nuestro tiempo? ¿Por qué
está pasando esto? - meditaba - Me parece un castigo, una condena por un
crimen que no recuerdo...”
Nuestra guagua se rompió y volví a la realidad, estábamos muy cerca de Las
Tunas. En muy poco tiempo nos acomodaron a empujones en otro vehículo;
algunos afortunados consiguieron asientos y el resto, íbamos de pie.
Eran como las dos de la tarde cuando llegamos y el calor sofocante de
Oriente nos recibió. Había demasiadas cercas, demasiado vacío. Todo se veía
brillante y el cemento estaba caliente por el sol. Notaba algo extraño:
faltaba verde, faltaban árboles. Nos llevaron hacia el comedor y las
pequeñas raciones calmaron temporalmente el ruido de nuestros estómagos.
Una hora después, como para darle un equilibrio macabro a la situación,
todos vestíamos de verde, asfixiante verde. Un sujeto apareció y ordenó
silencio. Nos miraba furioso, con mirada inquisitoria que se convertiría en
la mirada de siempre. Se paró ridículamente derecho y gritó:
- Soldados, ¡Firmes!
Nos hicieron formar en columnas por orden de tamaño y recibimos números.
Ese día, perdimos nuestra identidad: nos convertimos en números, números
vacíos. Recuerdo bien el mío: Dieciocho.