El incompleto arrepentimiento de una estadounidense fidelista
Margaret Randall se volvió cada vez más crítica, pero con atenuantes

Margaret Randall (asusjournal.org)
LA HABANA, Cuba.- Luego de casi siete años de la primera edición del libro
de la norteamericana Margaret Randall To change the world: my life in Cuba,
por Rutgers University Press de New Jersey, el mismo fue publicado por
Ediciones Matanzas en 2016 en el año 2009 con el título Cambiar el mundo:
mis años en Cuba.
Resulta bastante inusual la publicación en Cuba de un libro donde se hagan
señalamientos críticos al Gobierno.
La autora narra su vida en Cuba entre 1969 y 1980. En una especie de
prólogo, advierte: “Escribí estas memorias desde una perspectiva muy
personal, la de alguien que ha vivido en Cuba. Este libro no pretende ser
un análisis académico de la política o la economía cubanas, sino la
historia de los once años que viví en la isla, trabajando, escribiendo,
criando a mis hijos y participando en el dramático proceso de cambios
sociales de la Revolución. No exagero lo positivo ni minimizo lo negativo.
Sí extrapolo aspectos de mi experiencia y me atrevo a dar algunas
opiniones, pero son las opiniones de una mujer, de una madre, de una
feminista, de una poeta, y no las de un economista o un científico social”.
A medida que se avanza en la lectura del libro se nota el paso del tono
apologético a uno francamente crítico, aunque con atenuantes y justificaciones.
Margaret Randall asegura que “la Revolución Cubana continúa siendo uno de
los grandes experimentos sociales del siglo XX”. Estuvo inmersa en ese
experimento durante más de una década, que fue precisamente la del Decenio
Gris y otras políticas neoestalinistas calcadas de los soviéticos. Tan
inmersa estuvo que se dejó deslumbrar, y a pesar de todo lo que percibía
—los abusos del poder verticalista, el sometimiento de los intelectuales,
la represión contra los disidentes— simuló que no veía y acató
disciplinadamente. “No estaba muy al tanto”, explica.
Cuando se sintió marginada —nunca confiaron plenamente en ella, nunca la
aceptaron en la UNEAC— se largó con viento fresco, primero a Nicaragua a
cooperar con la revolución sandinista, y finalmente en 1984 de regreso a
Estados Unidos.
En su libro, escrito más de tres décadas después de partir de Cuba,
Margaret Randall se muestra crítica, entre otras cosas, con la prensa
cubana, de “una funesta calidad”, especialmente el periódico Granma; con la
censura, los controles excesivos, el dogmatismo, la falta de libertades,
las demasiadas imposiciones oficiales, los encarcelamientos de opositores.
Margaret Randall, que es feminista y lesbiana —asumió que era homosexual
hace más de 30 años y vive desde entonces con la pintora Barbara Byers—
dedica varias partes del libro a discrepar con el tratamiento dado por la
Cuba oficial al género, la sexualidad y la espiritualidad.
Se pregunta: “¿Qué mecanismo de hipocresía social me impedía siquiera
articular los derechos de los homosexuales, los ancianos o los
discapacitados? ¿Verdaderamente creía que se ocuparían de las vidas de las
mujeres, de los negros, de las lesbianas y los gays una vez que la nueva
sociedad estuviera consolidada?”
“El espíritu humano es resistente, pero necesita libertad. No hay otra
forma de decirlo”, sentencia.
Randall, que confiesa que en su momento creyó que Heberto Padilla había
recibido “un buen tratamiento en prisión” (¿no se preguntaría por qué sus
versos le valieron ir preso?), y que “su declaración de arrepentimiento era
sincera”, admite que debió haberse dado cuenta de que alguien en la
posición del poeta “hubiese dicho cualquier cosa que le indicaran”.
También confiesa sentirse avergonzada de la vez que estuvo a punto de
delatar a un profesor de su hijo solo porque había expresado opiniones
contrarias a la línea oficial.
En las páginas finales del libro, las dudas de Randall afloran como
escollos y las críticas arrecian.
Respecto al control del poder por una élite revolucionaria, Margaret
Randall se pregunta: “¿Y si esto conduce inevitablemente a la
centralización desmedida, y el poder centralizado pasa a ser el problema en
lugar de la solución?”
Margaret Randall, que en su momento se deslumbró con los discursos de Fidel
Castro, dice sentirse compungida por “la lealtad ciega a un liderazgo que
se negaba a aceptar visiones discrepantes”. Lamenta no haber comprendido,
en aquel entonces, que el poder en las manos de un solo hombre o de un
pequeño grupo, podría convertirse en “algo viciado”. Por eso se aventura a
opinar que “hubiese sido más sano para el futuro de Cuba que Fidel Castro y
los dirigentes de su círculo hubiesen entendido que el poder, si se retiene
con tanto celo, se vuelve poder atrincherado”.
Explica Randall: “Cuando hablamos del actual sistema de gobierno cubano es
necesario señalar que no es el mismo gobierno que con tanta energía
defendimos una vez, sino una versión de neocapitalismo estatalizado con
algunos vestigios de socialismo. Su centralismo económico extremo requiere
controles excesivos, engendra burocracias y pone al país en una posición
vulnerable”.
A pesar de esa definición tan certera, Margaret Randall sigue
solidarizándose con lo que todavía llama “Revolución Cubana” y considera
obsceno decir que en Cuba hay una dictadura.
¿Testarudez, compromiso con su pasado, nostalgia por el paisaje de su
juventud, renuencia en dar su brazo a torcer? Debe ser algo de eso, o todo
ello junto, sabrá Dios. Por mi parte, paso. Les confieso que no acabo de
entender a estos camaradas solidarios.