Chernobyl', la serie que todos los cubanos deberían ver :
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'Chernobyl', la serie que todos los cubanos deberían ver
Opinión
Ernesto Morales
Porque nos debemos una inyección de orgullo. La necesitamos. Somos un
cuerpo disecado, o casi, una nación-uva pasa que ha ido perdiendo jugo y
salsa, quizás por nuestra propia culpa o quizás no. Ya ni sé bien. Pero
algo sí sé: nadie nos lo ha dicho, pero los cubanos somos un pueblo enfermo
de baja autoestima.
Y es normal, o comprensible. Son los efectos radiactivos de un proceso que
parece tan indetenible como la fisión nuclear. Vivir en dictadura un mes te
quita años de vida. Saquen sus cuentas. Que no vamos por un mes.
Pero de vez en vez necesitamos limpiar de hojarasca el balcón, que se nos
llena de tanta mierda y negrura y polvo tóxico que no nos permite respirar,
tirar de orgullo, recordar que no necesariamente somos una pandilla de doce
o trece millones de almas predestinadas al pisotón.
Tenemos talentos, virtudes, historia que vale la pena conservar, y
condiciones humanas que cuentan, coño, que ennoblecen, porque somos capaces
de amar aun en medio de las plagas, por citar aquel grandioso penúltimo
párrafo de El Reino de Este Mundo.
Y Chernóbil, ese agujero siniestro en la Historia Universal, el símbolo de
Apocalipsis que todavía acecha allá en Prypiat, ha echado mano de una serie
exquisita para recordarle al mundo que él todavía es problema de todos.
Pero nos ha recordado a los cubanos, esta partícula subatómica de humanidad
que somos, que cuando las cenizas radiactivas lo cubrían todo de
infecciones, bajas pasiones, distancias, desigualdades; cuando el terror
pestilente que emanaba de Chernóbil hizo a todos cubrirse la nariz y mirar
a otra parte, los cubanos fuimos otra cosa. Y esas cosas, por sus nombres:
fuimos una hermosa bola de cojones y amor.
"Chernobyl", este prodigio audiovisual de solo cinco episodios con el que
HBO ha hechizado al planeta, debería hacernos levantar a los cubanos un
poco rejuvenecidos como nación. Anoten ahí: inyección de autoestima. Así se
llama. Y tiene nombre propio: Tarará.
Si 25 mil niños, poco más, tratados y queridos en Cuba luego del infierno
de Chernóbil, no alcanzan para sacar pecho y orgullo, no sé yo qué lo
haría. Y si usted no tiene el temple que requiere honrar a un enemigo, deje
este texto ahora mismo. No lea una palabra más. Porque en lo que sigue voy
a hablar bien, qué digo bien, voy a pararme a aplaudir una decisión de
Fidel Castro. Y lo haré con el mismo honor y transparencia conque cada día
maldigo su paso por este planeta.
Pero la sabiduría oriental asiática escribió hace demasiado que no existe
el negro puro, ni tampoco el blanco puro. Ellos, algunos de los humanos con
mayor expansión mental e introspectiva de entre todos, supieron hace mucho
que aun dentro del mal existe algo se bien, y viceversa. Ying-Yang, lo
bautizaron.
Y el mismo hombre de estirpe sinónimo de tragedia y división, el dictador
de libro de texto cuyo único reclamo al destino es haber nacido en un país
enano y no en una potencia universal, el narcisista enloquecido que quiso
sembrar de café el cordón de La Habana y fabricar genéticamente una vaca
enana, marca de la casa, para dar un vaso de leche en cada hogar del país,
fue capaz de impulsar también un programa tan bárbaramente adorable, tan
honorable, que ni siquiera él mismo, campeón absoluto en propaganda
despiadada, se atrevió a usarlo como bandera y autobombo. Tarará duró 21
años y de esos, ni uno solo fue bajo la salud y existencia de la Unión
Soviética.
Para algo sirvió el mesianismo de Castro: parafraseando a Leonid Kuchmael,
ex presidente de Ucrania (bajo cuyo mandato transcurrió el programa de
Tarará), cuando los ricos solo enviaban condolencias, Cuba fue la primera
en ayudar.
Sí, Cuba: la de los médicos como ángeles, esforzados, mal pagados, peor
tratados. Olvídate de la Cuba militarizada y olvídate del despotismo con
que todavía hoy se sigue disponiendo de esos médicos como fichas de
ajedrez, con misiones por cumplir o deserciones. Yo no hablo del poder
cubano, por más que esta vez la idea digna haya bajado desde ese mismo
poder. Yo hablo de los médicos que se fueron a las repúblicas más afectadas
por la radiactividad que escupió el reactor 4 de Chernobil, y que en un
periplo imposible visitaron decenas de regiones en Bielorrusia, Rusia y
Ucrania, cuando ya el campo socialista era un cadáver. Fresco, palpitante,
pero cadáver al fin.
Esos, y el personal increíble que cuidó y dio cariño a esos miles de niños,
que llegaban con el semblante hosco y los ojos comidos por el espanto,
huérfanos más del 70% de ellos, merecen ser evocados, merecen que los
cubanos que hemos revisitado la tragedia gracias a la serie de HBO pensemos
en ellos. Y que lo hagamos como se debe: separando, limpiando de
predisposiciones esa obra humanitaria que no es un trofeo para Fidel
Castro. Es un trofeo para la Cuba que vale la pena cantar y contar y exhibir.
Así como no es propiedad de la Revolución Cubana toda la cultura o la
historia de la que se han querido apropiar, tampoco es propiedad de una
pandilla de sátrapas el ejercicio de amor que se practicó en Tarará con
todos esos niños adorables que venían con daños monstruosos a cuestas, con
deformaciones intracelulares o ya evidentes en sus cuerpos.
Si bajo ningún concepto le podemos regalar a la barbarie de los barbudos el
legado de José Martí, por ejemplo, aunque ellos se empeñen en secuestrarlo;
si nos resistimos a que le quiten la gloria a Celia Cruz o Cabrera Infante,
porque sabemos que la obra creativa y el arte y el humanismo son en todo
caso propiedad de los mejores cubanos, y no de (ellos) los peores, tenemos
que incluir en ese panteón sagrado a todos los que hicieron de las vidas de
esos 25 mil niños algo un pelín más vivibles.
Bien mirado, ni siquiera el país de donde provenía la mayoría de los
pequeñines tratados en Tarará servía demasiado a la propaganda interior o
exterior cubana: Ucrania fue siempre ese miembro conflictivo de la Unión
Soviética, a ratos fervoroso a ratos insurgente. Fue en Ucrania donde el
sanguinario Stalin implementó una de las mayores atrocidades que haya
conocido la humanidad (aunque sea menos “popular” que la locura nazi): el
“Holodomor”, la hambruna con la que el dictador soviético mató a unos 3,5
millones de ucranianos entre 1932 y 1933, que no le eran particularmente
afectivos.
Y fue en esa misma Ucrania que hoy tiene irreversiblemente prohibido el
Partido Comunista, donde explotó el reactor 4 de Chernóbil aquel 26 de
abril de 1986. En lo adelante, Ucrania sufriría el horror más sola que la
una: dentro de poco no existiría el Imperio Soviético, justo cuando la
verdadera magnitud del accidente nuclear habría ya asomado en su versión
más grotesca.
Recuento rápido en números fríos: 6 mil casos de cáncer de tiroides en
niños que bebieron leche y verduras contaminadas con yodo -131. Trescientas
mil personas arrancadas de cuajo de sus hogares para lograr una zona de
exclusión cuya área es más grande que Luxemburgo. Ucrania ha destinado
desde entonces casi el 10 porciento de su presupuesto nacional a lidiar con
la pesadumbre de aquel Apocalipsis que provocó la ineficiencia comunista y
que a pesar de los esfuerzos descomunales, el aparatchiek no logró
silenciar. Bielorrusia, a la postre la región más torturada por el polvo
radiactivo, ha llegado a gastar el 22 porciento de su presupuesto en esta
lucha contra el cáncer y la perpetuación del horror.
A esos dos países, sobre todo a esos, Cuba les destinó Tarará. En pleno
Período Especial, con el hambre haciendo estragos en las familias cubanas
(según recuerda un estupendo texto publicado en CiberCuba cuando los 30
años de aquel día fatídico). Pero aquellos niños no tenían siquiera
familia. Tenían cáncer, casi por toda cosa en sus vidas.
Y yo, el niño que era yo en aquella Cuba de los '90, martirizada por la
escasez y el fanatismo ideológico de Fidel Castro, no podía saber la
magnitud real de aquello que se hacía en el campamento de Tarará. Pero hoy
sí lo puedo saber. Y firmaría (en una Cuba donde se nos consultaran las
cosas, claro está) sin pensarlo dos veces porque en aquel Período Especial
del pasado, 25 mil niños fueran aliviados, o al menos eso se intentara, de
algo terrible que no entendían pero padecían.
Esto lo escribo para seres humanos. A esos no hace falta argumentarles el
por qué.
Y si “Chernobyl”, una pieza de arte magnífica, ha conseguido disparar en
40% el turismo rumbo a la malograda Ucrania, y si de paso estas imágenes
verduzcas, de una poesía visual tan siniestra como poética, si apenas cinco
episodios han conseguido desenterrar un tardío pero merecidísimo homenaje
al coraje de aquellos liquidadores a quienes les explotaron los pulmones
limpiando el techo de la planta de residuos radiactivos, y a quienes
cavaron túneles o atravesaron aguas contaminadas para evitar una segunda
explosión todavía más terrible que la primera, no estaría mal que los
cubanos nos diéramos ciertas palmaditas en nuestros hombros.
No estaría de más que hiciéramos como nuestras abuelas cuando limpiaban el
arroz: separar con la uña la basurilla inservible de la politiquería, del
oportunismo y la propaganda, y dejáramos el grano, la esencia que no
podemos permitir se nos pierda. Fuimos nosotros, fue nuestra gente la que
curó y acarició y dio medicinas y familias a los más desfavorecidos de esta
historia.
No sé si queda claro por qué los cubanos deberíamos ir corriendo todos a
ver “Chernobyl”.
PD: Esto fue cin el VPN del compañero JJ..