[chilefuturo] Haití y la maldición blanca

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  • Date: Mon, 25 Jan 2010 21:38:13 +0100

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   *Haití: La maldición blanca*

*Eduardo Galeano*

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El primer día de 2004, la libertad cumplió dos siglos de vida en el mundo.
Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del cumpleaños,
Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de comunicación; pero no
por el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí un
baño de sangre que acabó volteando al presidente Aristide.

Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las
enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación atribuyen
a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad que un buen día cambió de
opinión el imperio que había sido campeón mundial del tráfico negrero; pero
la abolición británica ocurrió en 1807, tres años después de la revolución
haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que
volver a prohibir la esclavitud.

Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre
desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario
de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que
había que “confinar la peste en esa isla”.

Su país lo escuchó. Estados Unidos demoró sesenta años en otorgar
reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones. Mientras tanto,
en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños
de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el
Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.

Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería.
Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este año,
los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los
haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.

Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias.
Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del
hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas,
conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la tendencia
haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia que viene del
Africa. El mandato de los ancestros.

La maldición negra, que empuja al crimen y al caos.

De la maldición blanca, no se habló.

La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la había
resucitado:

–¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?

–El anterior.

–Pues, que se restablezca.

Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves
llenas de soldados.

Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia
nacional y la liberación de los esclavos. En 1804, heredaron una tierra
arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país
quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”. Francia cobró
cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. A poco de nacer, Haití
tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca, por el daño que
había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le costó
150 millones de francos oro.

El nuevo país nació estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna
que actualmente equivaldría a 21.700 millones de dólares o a 44 presupuestos
totales del Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de
la deuda, que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió,
por fin, la redención final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos
de Estados Unidos.

A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva nación.
Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a la soledad.

Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y
soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla,
derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición
de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le había
ocurrido.

Después, el prócer triunfó en su guerra de independencia y expresó su
gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento,
ni hablar.

En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países
independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran, además,
leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la realidad no
se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia abolió la
esclavitud; y Venezuela en 1854.

En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo
primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación de
impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente
haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la
Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York. El
Presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los
hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero.

Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron
el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil
apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne
Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para escarmiento,
en la plaza pública.

La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando
en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para exterminar
cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y en
la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente
haitiano de Somoza y de Trujillo.

Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron sumando
las desventuras y los años.

Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos meses.
El gobierno de Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo sometió a
tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de los marines, a la
presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez
hubo matanza. Y otra vez volvieron los marines, que siempre regresan, como
la gripe.

Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las tropas
invasoras. País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo
Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron
negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había
desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y subsidios que
protegían la producción nacional.

Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron
en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las
profundidades del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras
veces aparecen en los diarios.

Ahora Haití importa todo su arroz desde Estados Unidos, donde los expertos
internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado de
prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción nacional.

En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un
gran cartel que advierte: El mal paso.
Al otro lado, está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.

En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la
costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría,
recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los
mercados populares.

Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad.
Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.

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Patricio Chacon Moscatelli
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