[chilefuturo] Articulo de galeano, genial como siempre

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  • Date: Fri, 21 May 2010 01:19:52 -0400

Tomado de  http://www.crisisenergetica.org/article.php?story=20100512235641452

Patricio

Genial, como siempre, Galeano
 miércoles, mayo 12 2010 @ 11:56 CEST
Autor: victorluis
Lecturas 834
El imperio del consumo

Eduardo Galeano

La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas
las guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un
viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La
parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal
parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura
de consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora
de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el
borracho despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos
rotos que debe pagar. La expansión de la demanda choca con las
fronteras que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema
necesita mercados cada vez más abiertos y más amplios, como los
pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los
suelos, como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza
humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a todos dirige
sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre
compradora; pero ni modo: para casi todos esta aventura comienza y
termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para
tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas
que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces
materializa delinquiendo.

El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de
todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización
no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los
invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que
crezcan más rápido. En la fábricas de huevos, las gallinas también
tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por
la ansiedad de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no es
muy bueno para la gente, pero es muy bueno para la industria
farmacéutica. EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y
demás drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de
la mitad de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no
es moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco
por ciento de la población mundial.

«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el
barrio del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora
cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre
pobre es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés
nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y
otro comprueba, en la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís:
«Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y
viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas».




Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la
rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en
escala gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de
consumo. Esta dictadura de la uniformización obligatoria es más
devastadora que cualquier dictadura del partido único: impone, en el
mundo entero, un modo de vida que reproduce a los seres humanos como
fotocopias del consumidor ejemplar.

El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que
confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena
alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última
década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la población
joven de los países más desarrollados. Entre los niños
norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en los últimos
dieciséis años, según la investigación reciente del Centro de Ciencias
de la Salud de la Universidad de Colorado. El país que inventó las
comidas y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free, tiene
la mayor cantidad de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se
baja del automóvil para trabajar y para mirar televisión. Sentado ante
la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando comida de
plástico.

Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está
conquistando los paladares del mundo y está haciendo trizas las
tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que
vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de
refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna
manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos.
Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la
vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la
imposición del saber químico y único: la globalización de la
hamburguesa, la dictadura de la fast food. La plastificación de la
comida en escala mundial, obra de McDonald’s, Burger King y otras
fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación de la
cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus
puertas.

El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras
cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la
Coca-Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald’s no puede
faltar en la barriga de un buen atleta. El inmenso ejército de
McDonald’s dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los
adultos en el planeta entero. El doble arco de esa M sirvió de
estandarte, durante la reciente conquista de los países del Este de
Europa. Las colas ante el McDonald’s de Moscú, inaugurado en 1990 con
bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta
elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín.

Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del
mundo libre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún
sindicato. McDonald’s viola, así, un derecho legalmente consagrado en
los muchos países donde opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros
de eso que la empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse
en un restorán de Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el
98, otros empleados e McDonald’s, en una pequeña ciudad cercana a
Vancouver, lograron esa conquista, digna de la Guía Guinness.

Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la
publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera
entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor transmite.
En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han
duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada
vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va
haciendo tiempo de consumo obligatorio. Tiempo libre, tiempo
prisionero: las casas muy pobres no tienen cama, pero tienen
televisor, y el televisor tiene la palabra. Comprado a plazos, ese
animalito prueba la vocación democrática del progreso: a nadie
escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos conocen, así, las
virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y ricos se enteran
de las ventajosas tasas de interés que tal o cual banco ofrece.

Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos
contra la soledad. Las cosas tienen atributos humanos: acarician,
acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el
amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha hecho de la soledad
el más lucrativo de los mercados. Los agujeros del pecho se llenan
atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no
solamente pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos de ascenso
social, salvoconductos para atravesar las aduanas de la sociedad de
clases, llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más
exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te salvan del anonimato
multitudinario. La publicidad no informa sobre el producto que vende,
o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función primordial consiste
en compensar frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere
usted convertirse comprando esta loción de afeitar?

El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle
no son solamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la
ética individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide
decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he
escuchado decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier
televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero
produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de
especialistas.

Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil
años de vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron
los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial
se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina
tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores
ciudades del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura
moderna de exportación, y por la erosión de sus tierras, los
campesinos invaden los suburbios. Ellos creen que Dios está en todas
partes, pero por experiencia saben que atiene den las grandes urbes.
Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los
hijos. En los campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren
bostezando; en las ciudades, la vida ocurre, y llama. Hacinados en
tugurios, lo primero que descubren los recién llegados es que el
trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis y que los más
caros artículos de lujo son el aire y el silencio.
Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en
Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían
«porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse.
Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con
la realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se
encuentra con la gente? Si las relaciones humanas han sido reducidas a
relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas?

El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de
televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías
en oferta invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones
de autobuses y de trenes, que hasta hace poco eran espacios de
encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios de
exhibición comercial.
El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras,
impone su presencia avasallante. Las multitudes acuden, en
peregrinación, a este templo mayor de las misas del consumo. La
mayoría de los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus
bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría compradora se somete al
bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El gentío, que sube y
baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes
visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y
para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los
pueblos del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas
bendiciones de la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las
marcas internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la
estatua del prócer en la plaza. Beatriz Solano ha observado que los
habitantes de los barrios suburbanos acuden al center, al shopping
center, como antes acudían al centro. El tradicional paseo del fin de
semana al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido por la
excursión a estos centros urbanos. Lavados y planchados y peinados,
vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta
donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras
emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del
consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un paisaje
alucinante de modelos, marcas y etiquetas.

La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso
mediático. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al
servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un
parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. Hoy que
lo único que permanece es la inseguridad, las mercancías, fabricadas
para no durar, resultan tan volátiles como el capital que las financia
y el trabajo que las genera. El dinero vuela a la velocidad de la luz:
ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador
es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shoppings centers,
reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad.
Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin
día y sin memoria, y existen fuera del espacio, más allá de las
turbulencias de la peligrosa realidad del mundo.

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una
mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de
nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y
las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al
mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos
obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta unas
cuantas empresas, porque estando de mal humor decidió privatizar el
universo? La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que
tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en
la cara puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco,
poquito y nada necesariamente, para garantizar la existencia de la
poca naturaleza que nos queda. La injusticia social no es un error a
corregir, ni un defecto a superar: es una necesidad esencial. No hay
naturaleza capaz de alimentar a un shopping center del tamaño del
planeta.

Eduardo Galeano
Montevideo, Uruguay

·

-- 
Patricio Chacon Moscatelli
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