[chilefuturo] Holocausto moderno - ayer víctimas, hoy victimarios

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  • Date: Fri, 9 Jan 2009 13:01:47 -0300

Recibido de Lorenzo G.

Hoy en las noticias -Cooperativa- dan cuenta de un incidente en Gaza:
Los soldados israelíes "refugiaron" a un montón de gente en un
edificio, con ordenes de permanecer alli. Al dia siguiente,
bombardearon el edificio lleno de gente, repetidamente. Luego,
impidieron la llegada de ayuda, por dias. Mas de 30 muertos, de todas
la edades, pudieron ser sacados por la Cruz Roja, a la que se le habia
impedido ayudar a los heridos.
Lo dicen testigos de la ONU.
Esto es solo un brochazo de la defensa de Israel, que hacen sus
"valientes soldados".
Patricio

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Holocausto moderno – ayer víctimas, hoy victimarios

por Pamela Dragnic (Chile)- sábado, 03 de enero de 2009



Hace ya dos años que volví de Palestina y desde entonces, quiero
escribi estas líneas.

 Pero es tan grande todo lo vivido, que en dos años no he







podido sentarme a resumir todo lo que quisiera contarles, para que al menos

pudieran dimensionar lo que ahí sucede. Porque eso me pasó a mí. Creí ser

conocedora del tema -algo al menos- creí saber y entender algo del

"conflicto" y de la "causa", pero nada se asemeja a  vivirlo. No hay libro

que uno lea y no hay imágenes que uno vea, que sean capaces de graficar lo

que ahí sucede. Uno puede ser un "experto" en la materia, pero si no se ha

pisado ese suelo, si no se ha respirado ese aire, si no se ha palpado esa

miseria, es imposible llegar a comprender el lento genocidio que ocurre en

esas tierras.



Es imposible, porque quienes lo cometen han sido las grandes víctimas del

siglo XX y entonces cualquiera que acaso condene alguno de sus actos, corre

el riesgo de ser tachado de antisemita. De hecho, eso aprendimos en el curso

de "Conflicto en Medio Oriente" al que entré como invitada de piedra a unas

cuantas horas de Tel Aviv. A la veintena de periodistas latinoamericanos que

estábamos ahí, nos entregaron un riguroso listado de claves conductuales que

se titulaba: "Cómo identificar el antisemitismo del siglo XXI". Y creo que

muchos lo leímos y en voz baja pensamos que fácilmente seríamos tachados de

antisemitas. Por eso, muchos callan. Porque ser antisemita ante el horror

del holocausto, es algo inaceptable hoy, a más de 50 años de esa masacre

original que le devuelve la mano al destino, convirtiendo a sus propias

víctimas, en monstruos sedientos de sangre, como si la venganza ante el

dolor sufrido, saliera a borbotones medio siglo después.



Ahí está el primer gran error. El holocausto judío nos avergüenza como

especie. No hay duda. Al recorrer los campos de concentración que quedaron

como vestigio, uno se pregunta cómo pudo existir ese infierno, mientras el

mundo seguía girando. Cómo en esos precisos instantes, no fuimos capaces de

detenerlo. Cómo fue posible que millones de seres fueran perseguidos,

torturados y asesinados de la forma más cruel, en el más completo silencio

del resto del planeta. Quizás, luego de la desolación y el horror que uno

siente, eso es lo que más sorprende del holocausto: la indolencia y

complicidad silente. Hoy, muchas décadas después, lo condenamos y somos

cuidadosos al tener el más mínimo acto de aceptación de alguna actitud

nazi.... ¿verdad?



¿Tendrán que pasar nuevamente décadas para que entonces nos preguntemos cómo

fue posible que en el más completo silencio se masacrara a los palestinos?



¿Entonces seremos capaces de ver las fotos de los moribundos detrás del muro

esperando comida? ¿A las mujeres pariendo en las fronteras establecidas por

el sionismo? ¿A los prisioneros que Israel mantiene en condiciones

infrahumanas? ¿Veremos entonces el muro y sus rejas interminables, con un

judío hablando detrás de un vidrio mientras te grita que te quites la ropa

una y otras vez, solo para atravesar de un lado a otro y poder visitar a tu

familia? Y lo que parece más terrible aun, ¿las fotos de los palestinos

tatuados con un número en los brazos como un carnet imborrable que les

autoriza entrar a Jerusalén? Sí, tatuados. Igual que esas fotos espantosas

de esqueléticos judíos fichados en los Campos de Concentración. Hoy, de

palestinos.



¿Tendrán que pasar otros 50 años para que podamos ver todo esto y no

sentirnos amenazados de ser antisemitas?



Ahí está el primer error que los judíos sionistas han sabido calarnos

profundamente, para entonces amparar las más atroces injusticias que sus

propios antepasados sufrieron bajo el yugo de los nazis. No hay que aceptar

más este chantaje moral. Se que este relato bastará, para que mi nombre

entre en la lista de los antisemitas. Pero no lo soy. Mi padre, yugoslavo,

eslavo y casi gitano, sobrevivió a la limpieza étnica de los nazis y él

mismo me enseñó que los nacionalismos enfermizos como el que persiguió a su

pueblo en la Segunda Guerra, son la lacra social más terrible que puede

existir. ¿Y qué es el sionismo de Israel sino un nacionalismo moderno y

enfermo?



Un nacionalismo que, en sus vertientes más colonizadoras cercanas al

socialismo (supuestamente ateo), apela a razones bíblicas para demandar un

territorio que, además, pretende limpiar de las otras razas que ahí habitan.

El sionismo es racista. No porque en sus principios esté escrito o porque la

ONU en 1975 lo haya dicho en una resolución, sino simplemente porque no

tolera la coexistencia de otros pueblos y actúa en esa dirección.



Como todos, crecí repudiando el holocausto y de cerca, con mi padre y sus

historias.



Tanto me enamoré de la "causa", que a los 19 años estuve a punto de irme a

un kibutz, embobada en mi adolescencia por la justicia tardía para el pueblo

judío. Enamorada de "la causa" y de la propuesta socialista de construir

patria mancomunada en el desierto. Sin una gota de sangre judía, sentí que

mi raza eslava estaba con ellos y si algo podía hacer concretamente, era

ayudarlos a sembrar, en un proyecto de vida que aun quisiera para mis hijos.

En paz, comunidad y tolerancia.



Veinte años después conocí uno de los kibutz más emblemáticos de la oleada

que se creó en los '70. Y sigo creyendo que es un proyecto precioso, si no

fuera por "el alto costo humano que representa". Supe como se reparte el

sueldo de todos para la comunidad, compartí con ellos el Hanukkah, vi los

huertos inmensos perfectamente regados, las áreas comunes y su intimidad.

Pero esta vez también vi los restos de casas bombardeadas, "tan moriscas en

su arquitectura", que se levantan en medio de los verdes sembradíos del

Kibutz como trofeo a la reconquista de la "tierra prometida".



A un lado, la lechería con vacas ultra desarrolladas capaces prácticamente

de dar queso listo en una ubre y al otro lado, las ruinas de la que fue el

hogar de alguna familia palestina allegada hoy tras el muro en esos ghettos

árabes que los judíos sionistas parecen haber recreado al más puro estilo de

los ghettos judíos de la Alemania Nazi donde sucumbieron sus propios

antepasados. Así de irónico es todo y ellos mismos lo describen.



Pude ver tras el resplandor de las velas del Hanukkah, como se retiraba el

bus diminuto que transportaba como ganado a la servidumbre: palestinos

enflaquecidos por el hambre que son autorizados a ingresar a Israel, con un

carnet especial que los acredita como tal y les permite un "libre" tránsito.



Recordé entonces esas viejas películas que mostraban el esplendor europeo de

algunos pocos en plena década de los '40, mientras la Segunda Guerra asolaba

el continente. Hitler en sus despampanantes juegos Olímpicos, y al frente la

chimenea humeante de los Campos de Concentración. Recordé incluso algún

texto que describe la casa de Townley en Santiago, cuando Mariana Callejas

celebraba sus emperifolladas rondas literarias en plena dictadura, mientras

en el subterráneo de su propia casa, el servicio de inteligencia torturaba

sin piedad a quienes son hoy algunos de los Detenidos Desaparecidos de

Pinochet.  No hay que tener miedo. Condenamos el holocausto judío y hoy

condenamos -oportunamente- el holocausto palestino.



Ir a Palestina, entrando por Tel Aviv, es una experiencia demoledora y desde

entonces, es imposible no sentir una pequeña cuota de responsabilidad al ser

cómplice de esta masacre, simplemente por no hablar. Pero es tan abrumadora

esa experiencia, que intentar describirla se hace cuesta arriba. Porque

surge la ansiedad de que comprendan que condenar la masacre palestina, no

tiene que ver con el antisemitismo ni es una causa "in" en estos días. Los

análisis internacionales, las proyecciones políticas, y el complejo panorama

de la zona, quedan a un lado cuando se respira ese aire absurdo de

intolerancia y masacre permanente.



La "tierra prometida" es hoy un cuadrillé de pueblos enmarcados en un muro

de más de 8 metros de altura que zigzaguea el suelo y forma ghettos

palestinos, de donde no hay salida. Apuñados, los palestinos quedaron en

algunos pueblos sin conexión entre sí muchas veces, sometidos al ímpetu de

los israelitas que deciden qué puede entrar a ese ghetto -o pueblo si

prefieres- y qué puede salir. Esto incluye, obviamente, hasta lo más básico

como la comida que, estratégicamente, te permite matar de hambre lentamente

a quienes están adentro. Imagina por un instante un largo edificio de 6

pisos, interminable, rodeado de militares anónimos que te encañonan

constantemente y que encierran el lugar donde vives. Nada puede salir o

entrar a ese lugar, sin que una patrulla de judíos sionistas lo autorice a

través del pequeño "check point" dispuesto.



Si tu padre quedó en el ghetto de al frente, o pueblo -si prefieres- deberás

visitarlo escasamente y previa autorización. Entonces, tendrás que hacer una

larga fila, entre dos rejas como las vacas camino al matadero, ingresarás a

una pequeña habitación donde sacarás tu ropa, serás humillado sin derecho a

pataleo en tu propia casa, y alguien te gritará en hebreo detrás de un

vidrio, si es correcto lo que estás haciendo. Si no, pueden apresarte y te

llevarán a otra habitación quien sabe con qué fin.



Si la panadería quedó al otro lado del check point, deberás hacer esta

rutina de ida y de vuelta, solo si tienes la suerte de entrar, para luego

ver si tienes la otra suerte de encontrar algo para comer. Así como me han

tenido que perdonar los amigos judíos que leen este relato, que me perdonen

también los palestinos por simplificar tanto el asunto, pero es en esta

rutina cotidiana y abrumadora que todos desconocemos, como logran matar a

todo un pueblo lentamente. Ahorcándolo, asfixiándolo cruelmente.



Belén es uno de los más dolorosos ghettos palestinos, porque buena parte del

mundo recuerda ese lugar como un sitio histórico que quisieran visitar sin

temor. La plaza de Belén enmarca la llegada a la Iglesia de la Natividad.

Los habitantes de Belén, que obviamente poco y nada comparten el fervor

cristiano, respetan a los escasos turistas y valoran ese espacio como el

sitio histórico que indudablemente es. Que distinto entonces ir a Nazaret,

hermoso en la pulcritud israelita y prácticamente neutralizado con el

fanatismo religioso o ateo -como quieran- de la administració n que lo

gobierna. Si preguntas por alguien llamado Jesús de Nazaret, entrarás a

lista de las personas no gratas, aunque simplemente seas un historiador nada

de católico. La intolerancia se respira en Israel. El recorrido por

Jerusalén con alguien que quiera acompañarte como guía turístico, llega a

ser tragicómico. Solo pasas por fuera del Santo Sepulcro y como quien indica

que ahí hay un cruce de calle, te lo señalan.



Esto para los turistas que acaso logran evidenciar este ¿racismo? en un

rápido tour. Pero si te quedas solo una noche en Belén, y te atreves a

entrar por el Check Point que diariamente deben hacer los escasos habitantes

del pueblo que todo el mundo mira el 25 de diciembre, comenzarás a sentir el

dolor en el aire.



Las pocas tiendas que hay, abren sus puertas como para no perder la

costumbre. La plaza se repleta de hombres enflaquecidos y hasta con el

rostro como desfigurado por el dolor, que se pasean en círculo matando el

tiempo, vestidos con ropas como de los años 50. No tienen trabajo, no pueden

salir de Belén a buscar trabajo. Tienen hambre. Sus mujeres e hijos esperan

en casa por algo para comer y ellos deambulan por la plaza, mirando a los

escasos turistas y compartiendo algún café con cardamomo.



Las vitrinas están vacías. Puedes comer algún shawarma seco y duro, que

quien sabe cuánto tiempo ha permanecido clavado en el asadero. Los

israelitas no han dejado entrar carne, y el autoabastecimiento, nunca ha

sido un ideal que funcione en la práctica. Un pequeño pueblo, rodeado de

piedras y arena, al que ni siquiera llega agua con seguridad.



Te paseas como un perfecto idiota en uno de los lugares más emblemáticos

para el mundo occidental y entonces decides entrar a un restorán a pocas

horas del 25 de diciembre. Un escuálido árbol de navidad parpadea a la

entrada, y al menos 10 mesoneros sentados en la barra te reciben con

felicidad, llevarás algunas monedas, también israelitas.. . que solo podrán

transar entre ellos mismos. Eres el único turista que ingresa y el menú es

reducido. No hay casi comida, porque la frontera no se ha abierto. Viven en

la tierra donde siempre existió su gente, pero hoy no tienen derecho salir,

ni a moverse, ni a comer, ni a decidir nada sobre su propio destino. Están

presos en su propia casa, esperando... esperando.



Entonces pides un té y un pan con queso. Esa es la cena de navidad que

puedes comer en Belén, mientras afuera un grupo de niños y hombres te mira

engullendo el queso que han reservado para el turista, con la esperanza de

que se mueva la microeconomía que tienen en ese ghetto donde nació Jesús. Si

puedes permanecer más días en Belén, comenzarás a sentir entonces la

angustia de vivir en un Ghetto. Comenzarás a sentir la desesperación y

entenderás otro poco de la historia: simplemente un buen día, el mundo

decidió hacer justicia con un pueblo masacrado como el judío, y en la

accidentada división territorial, tu casa quedó al otro lado. Deberás

desocuparla, y partir al ghetto, acarreando las pocas cosas que pudiste

sacar, y arrastrando a tus niños entre lágrimas y griteríos. Te instalarás

en un campo de refugiados, que se diferencia de los campos de concentración

nazis, porque la muerte es más lenta que con el gas. Morirás de locura y

hambre y no asfixiado.



Vivirás arriba de varias familias en una habitación (con suerte), sitiado a

pocos metros por el muro desde donde te encañonan con tanquetas y fusiles, y

esperarás con ansias la llegada de algún valiente grupo de turistas

alternativos, que quiera "conocer tu realidad". Entonces te comprarán a 10

dólares algunos tejidos de la abuela, o alguna precaria artesanía que hizo

tu esposo en la cárcel condenado a 15 años por apedrear un carro de policías

judíos y podrás decidir qué hacer con esos 10 dólares. Lo más probable es

que los pases a la olla común, porque te dará mucho dolor ver a los hijos de

tu "vecino" con tanta hambre como los tuyos.



Así transcurrirán tus días. Lentamente. Muy lentamente. Siempre esperando

como que la pesadilla termine y un buen día te digan, acabó... puedes

regresar a tu casa. Pero eso no pasará. Hace 30, 40 años que tu casa ya no

existe. En su lugar, hay un país que instaló sobre tu cama, una preciosa

lechería de vacas genéticamente perfectas.



Y como no hay territorio donde construir, deberás seguir en el Ghetto

delimitado por otros, subsistiendo otros 40 años más hasta que mueras de

viejo, con la mejor de las suertes. Tus hijos acaso irán a la escuela, cada

vez más llenos de odio e impotencia, porque los escolta el muro, los

militares, los tanques que te acechan a cada paso. Hasta que un día ese

pequeño se convierta en hombre y entonces definitivamente no encuentre

respuesta para entender por qué no puede ir a ese lugar también sagrado para

él que es Jerusalén y que está solo a 10 minutos. Hasta que no encuentre

respuestas para entender por qué no puede ir a estudiar a una universidad

libremente, o casarse y formar una familia dignamente.



Entonces, ese muchacho que criaste en la miseria del Ghetto explotará de ira

e impotencia, y juntará un puñado de piedras que arrojará contra el muro que

lo somete a la más espantosa miseria. Ese muchacho entonces, será detenido y

torturado varios años acusado de terrorismo. La evidencia serán las piedras,

y la honda artesanal que fabricó a escondidas. Tú envejecerás esperando su

libertad y explicándoles a sus hermanos lo que sucede, intentado que ellos

no corran la misma suerte, mientras sobreviven ahogados en ese ghetto cada

vez más infernal. Y si el muchacho entonces sale, será solo para juntar

ahora un puñado de clavos y construir esos famosos cohetes que tanto

desesperan a los sionistas.



Los "kassam", tubos artesanales de metal rellenos de pólvora y clavos, que

tienen la fuerza suficiente para subir 8 metros, traspasar el muro y

explotar en una lluvia de clavos contra tus opresores y que irónicamente

ellos mismos rescatan para transformar en esculturas que adornan sus

hermosos jardines y que muestran como una evidencia de la violencia de que

son víctimas.



Vendrá entonces la primera represalia, un tanto desproporcionada, cinco

tanques aplastarán viejos autos palestinos, arrollarán niños que se entrenan

en la Intifada ("levantamiento") afinando la puntería con las históricas

piedras de Belén.



Mientras revuelves la olla común con escasos porotos y pepinos, escuchas el

griterío y la desesperación, como cuando los nazis entraban de golpe al

pueblo de mi padre en Brac buscando a los partisanos. Nuevamente el horror

te aplasta. Verás a morir a los tuyos, correrás entre el humo con los

cuerpos ensangrentados, y los refugiarás en el Ghetto, a la espera de

alguien de la Cruz Roja que cumpla la rutina humanitaria mientras José Levi,

desde la pantalla de la CNN, despacha con su espantoso sonsonete español

que: "ha empezado una nueva Intifada".



Si la frontera no se abre ni siquiera para la carne, o la leche, más difícil

es aun ingresar artefactos que te permitan igualar la violencia de

bombardeos aéreos o incursiones con tanques que reprimen los piedrazos o los

kassam de tus hijos.



Entonces llegará a poder de otro de tus hijos un poco de pólvora y tú se la

quitarás. En silencio, sentirás -como ellos en su ferviente adolescencia-

que los kassam con ese puñado de clavos, no igualan al poderío militar que

te reprime. No tienes trabajo, no tienes comida, no puedes moverte del

Ghetto, en tu mente solo existe la necesidad de hacer justicia, no puedes

pensar en nada más. No hay futuro.



Darás vueltas en el ghetto una y otra noche, como siempre hace 40 años. Los

bombardeos intensifican el bloqueo. No tienes agua, no tienes comida. Tus

hijos sobrevivientes están muriendo de hambre y tú estás enloqueciendo.

Pasarás muchas noches desvelada, hasta que aprenderás a construir un

explosivo casero con esa pólvora. No le dirás a nadie, pero después de 40

años de miseria y represión, estás agobiada. No hay salida y decides que no

te matarán de hambre lentamente y que tu muerte entonces no será en vano.

Construirás explosivos que esconderás en tu cuerpo. Lograrás pasar el check

point y lo harás estallar en el lugar más repleto de judíos que puedas

encontrar. Esa es será tu pequeña venganza.



Mientras los restos de tu cuerpo se mezclaron con la sangre de los judíos

también muertos, José Levi informará de un nuevo atentado suicida y horas

más tarde, anunciará la segunda represalia. Bombardeos aéreos han dado sobre

tu campo de refugiados. 290 muertos y 900 heridos en una nueva incursión de

uno de los países militarmente más poderosos del planeta, que somete a los

esqueléticos terroristas palestinos armados de piedras y cohetes kassam que

tras 40 años de miseria y destierro no encuentran solución a su existencia y

no se resignan a morir en uno de los ghettos del siglo XXI que reviven a los

del Tercer Reich. Este fue el titular cuando llegué a Palestina: "Abuelita

terrorista se suicida y mata a dos judíos". Tenía 50 nietos, versaba la

bajada de la crónica. 50 nietos que habrá criado en el Ghetto, en estas 4

décadas... dónde más. Después de estar 4 días en Belén, decodifiqué el

titular. De-construí el titular y entonces, comencé a sentir cómo era

posible enrollarse un montón de explosivos en el cuerpo. Sentí la angustia,

abrumadora, la desesperación.



Decidí salir de Belén, angustiada, amargada... aterrorizada, y con una de

las tristezas más profundas que he sentido en mi alma, simplemente porque

tienes la certeza absoluta de que no hay retorno.



Llegamos a Betjala, que tiene conexión directa con Belén, omitiendo el check

point. Entramos al mejor hotel de Betjala, un hermoso edificio de casi 12

pisos, hermosamente decorado, con un salón inmenso en la recepción, un gran

comedor, un hermoso bar. Más de 300 habitaciones. Todas vacías.



Pedimos una buena habitación. Estaban todas disponibles. Un gran ventanal.

Betjala como deshabitada, detenida en el tiempo. Y nosotros omitiendo un

rato el caudal de incomprensiones que teníamos en la cabeza y el corazón.

Estábamos escapando, al menos unos días. Teníamos hambre. Esa noche

podríamos comer bien. Entonces por teléfono pedimos a la recepción algo de

comida. Decidimos bajar al restorán. A las 9 de la noche, un restorán con

más de 100 mesas había sido abierto solo para nosotros. La mesa repleta de

las más exquisitas comidas árabes, sin exagerar. Todos los mesoneros a

nuestra disposición. Estaba siendo difícil huir de la miseria. La teníamos

escondida tras el lujo de ese hotel también detenido en el tiempo. Era

temporada alta, plena navidad y no habían llegado pasajeros. Comimos lento,

pensando en cómo hubieran querido algo de "very tipical food" en el campo de

refugiados que habíamos visitado horas antes. Una cerveza fue el postre y

nos instalamos en el hermoso salón contiguo.



Prendieron las luces para nosotros y entonces apareció un hombre alto,

canoso, amable. Saludó y se presentó como el dueño del hotel. Comenzó una

tonta conversación sobre clima. El no quería hablar del tema y nosotros

tampoco, pero nuestro inglés chapurreado, tan chileno, pronto lo hizo

sospechar sobre nuestra procedencia. Como muchos en Betjala, él también

tenía un familiar en Santiago. Entramos en confianza, y entonces preguntamos

y preguntamos: ¿Cómo sobrevivía? ¿Cómo mantenía ese hotel y para qué lo

hacía en medio de tanta desolación? La conversación cada vez era más triste.

Los escasos 200 dólares que podíamos dejar por nuestra estadía, ni siquiera

alcanzaban para pagar la electricidad de 1 día de funcionamiento del hotel.

¿Por qué no te vas a Chile?, le preguntamos. Uno de sus hermanos vive en

Santiago. Sus ojos se llenaron de lágrimas, como si ese tremendo hombre de

rasgos tan masculinos, fuera un pequeño nene muerto de susto. Como un

comandante derrotado en su trinchera, moribundo, pero impecable y de

corbata, él estaba dispuesto a morir ahí, en el precioso hotel que heredó de

su padre y que antaño estaba repleto de turistas, viviendo el esplendor de

la cultura árabe mezclada con el rito católico de la navidad.



No puedo hablar, dijo tartamudeando y se despidió de lejos antes de marchar.

A la mañana siguiente partimos rumbo a Jordania. No pudimos conseguir un

auto palestino que nos llevara a la frontera. No queríamos dejar ni 10

dólares más en manos de Israel. Pero fue imposible. Está prohibido y aunque

los "territorios palestinos" dan con Jordania, la frontera también es de

Israel…





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Patricio Chacon Moscatelli
www.geocities.com/etica_piagetiana
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